
Madrid - Era cuadrada, plateada y grande. No pudo distinguir más. El arma estaba a sólo dos metros de distancia, apuntándole al rostro. Gustavo Castro se echó a un lado de la cama e instintivamente se cubrió con las manos. Iban a matarlo. Lo vio en la mirada del asesino, lo sintió cuando apretaba el gatillo. La bala le rozó el nudillo del índice izquierdo y, por muy poco, no impactó en su frente. Pero le rasgó la oreja izquierda. Lo suficiente para llenar todo de sangre y que el criminal le diese por muerto. Muy cerca, en la otra habitación, se oyó un desesperado forcejeo y tres detonaciones. Cuando Gustavo alcanzó a entrar, vio a Berta Cáceres en el suelo. Minutos después fallecería en sus brazos. Eran las 23.40 del pasado 2 de marzo. En aquella casa solitaria de La Esperanza, al oeste de Tegucigalpa, acababa de ser asesinada una de las más conocidas activistas ambientales de Centroamérica. Una indomable ecologista, tan respetada como odiada, que desde hacía tiempo sabía que irían a por ella.